Me sentía efervescente, capaz de dispararme en cualquier momento. Tenía la agitación descontrolada de años jóvenes y el cielo era un campo de curiosidades, tan inalcanzable, como tentador. Soñaba con alejarme del mundo, liberar todos los colores que habitan mi cuerpo para dibujar sensaciones. Quería marcar distintos caminos, iluminar la mirada ajena; ser guía y mentor. Y aunque dediqué mi vida ansiando este momento, temía no poder disfrutarlo.
Venían pasadas las doce y en la esquina se escuchaba mucho bardo, andaban apuñados los borrachos con los alegres (como si el festejo fuese un mandato) y entre grito y carcajada, yo seguía regulando. Algunos estruendos me pusieron nervioso y alguna mirada habré tirado, un roce, un empujón y no faltó el boludo que embalado en su jolgorio se le escapó una de más. Una suma de entre dichos complicó el resto. Y yo que tengo mecha corta me encendí en un descuido, las palabras se hicieron humo y me disparé como un loco.
Todos estos nervios, toda esta carga contenida... ¡finalmente exploté! Subí tan alto que me alejé del mundo y en una lluvia de estrellas a colores iluminé la noche; pensar que viví creyendo que iba a ser un gran momento y pasó en un solo segundo.
Quizás gasté pólvora en chimangos.
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