Cruce de esquinas, van y vienen autos y personas. Mucho ruido y pocas palabras. Los miro y me miran; titila la señal del peatón y en todos esos minutos de espera, los números se multiplican. Las edades oscilan. Algunos con barba, otros con pelos largos; cortos y afeitados; algunas maquilladas; otras con polleras, botas o sandalias. Bolsas, carteras, mochilas, morrales; zapatos y zapatillas. Los colores parecen ser los mismos, pero son todos distintos. Algunos tiene frío. Se miran y los miro. Abunda la desconfíanza y en ese refilón de costado que estudia más de lo que piensa, se esconden. Ese mismo refilón capaz de medir el tamaño exacto de un pecho envuelto en un corpiño tapado por un tímido escote. Esa misma mirada que avala una conquista o sepulta cualquier intento de buena educación.
La señal de stop se congela y obligados a esperar, se acurrucan en la esquina; mientras las ansiedades se apiñan aparecen los roces; las disculpas fingidas, las pequeñas muecas disfrazadas de sonrisa; los pensamientos cortos, los detalles del otro. Las miradas obscenas, los deseos ocultos.
El tránsito denso, espero y continúo. Las bocinas.
Todos van y vienen. Antes, ahora y después. Comen, beben, hablan. Se distraen, simulan; desean, ocultan. Una y otra vez, antes, ahora y después. Algunos cojen con la mirada. Se buscan, provocan, se enredan en miradas; se muerden los labios, rozan y vuelven a mirar. Tocan al pasar, se confunden, se distraen. Se vuelven a observar.
Piensan... y el juego termina.
Los hierros enfilados se detienen y la señal de stop se apaga, los números se esfuman y las probabilidades desaparecen.
Vamos y venimos, nos cruzamos, simulamos perdernos en nuestro camino. Miramos baldosas y zapatos. Pisamos los charcos esquivando la basura y seguimos.
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